No quiero hablar de mi obra. Ella está ahí. Ella habla por mí.
Alejandro Obregón
I
Hace pocos meses leí un texto de Cintio Vitier donde tocaba el tema de la pérdida de sensibilidades dentro de la contemporaneidad. En dicho texto -el cual forma parte de sus Memorias y Olvidos1– el poeta señala preocupado la deshumanización a la que estamos expuestos en nuestro diario de vida, potenciada por disímiles cuestiones, pero fundamentalmente por las que orbitan alrededor del mercado y sus vericuetos. El humano es un ente íntegramente sensitivo y su actuar dinamiza permeado de un cúmulo de experiencias decantadas, que van formulando nuestra percepción y conducta. Por lo tanto, al suprimir la espiritualidad vamos encontrando individuos cada vez más monótonos y superficiales; las artes y sus creadores están sufriendo también de este mal. Los artistas, ontológicamente, han sido portadores del don de la entrega y la transmisión, han fungido como irradiadores de estímulos enfocados en despertar esa energía interior del ser, la que -asimilando preceptos martianos, lezamianos y origenistas- me gusta denominar “poesía”. Ese impulso de ascensión espiritual, de restitución de lo esencial, está menos de los hacedores visuales. Antuán Mena es uno de esos artistas que, en el contexto del arte cubano contemporáneo y concretamente en el ámbito de la pintura, respalda una suerte de responsabilidad con el horizonte de su tiempo y de su obra. Es, a todas luces, un artista concentrado en la construcción de una obra y poco, o nada, en la figuración mediática.
II
Era noviembre del 2020 y en la galería Antonia Eiriz, justo al lado de los paisajes de Víctor Manuel Ibáñez, me topé con una escena. No existía en ella mucha profundidad ni excesos de nada, solo un encuentro y un final, en una tarde, en una playa. ¿El final de qué?, ¿del día, del encuentro, de la obra? Esas incógnitas fueron el gancho que ató aquella imagen a mi memoria. No me cautivó la visualidad, ni el estilo, ni la paleta utilizada; solo aquel final, y con ese volví a lidiar hace pocos meses, cuando en Instagram, me topé con el muro, Antuán Mena. Descubría así, ya con más profundidad, la narración pictórica de un artista de superposiciones y misterio, denodado en su accionar creativo, pero sobre todo talentoso.
Me atrevería a decir que todo proceso creativo tiene su génesis en impulsos que trascienden la normalidad del artista, lo común suele carecer de atractivo y lo factual de poesía. Por eso, Antuán arma fulcro para su obra partiendo del trabajo en un subconsciente ávido, lleno de imágenes superpuestas y transfiguraciones, logrando “un diálogo entre sí” como él lo definiría, sintetizando la savia bruta del discurso en un solo espacio de representación, pero con un trasfondo visual inmenso.
No existen palabras para definir lo sustancial en la imagen, solo hay percepción a raíz de la asimilación. La obra se valida sola cuando no necesita de afeites que construyan su mensaje. Ahí aparece su voz, una voz implícita que hace converger su narrativa con la del espectador, completando la tríada que conforma este acorde visual y su tonalidad. Refiriéndose a la obra de Miguel Machado, una de las voces más lúcidas de la joven pintura cubana, el prestigioso crítico y ensayista Andrés Isaac Santana, escribió “la pintura no existe, o se hace difícil su existencia, sin la permanente amenaza de la metáfora y de todas aquellas figuras que aderezan su posibilidad de significación. La pintura se ha visto siempre expuesta a lo indecible”2. Ese “indecible” es parte inherente a la obra de Mena, porque cada palabra del discurso, está sustentada en la imago de un sello visual logrado tras múltiples reinvenciones. Esas obras necesitan ser vistas y degustadas. Luego, quizás luego, necesiten de palabras atrevidas que pretendan hacerle un cuerpo letrado a su lírica. Me asumo hoy como el atrevido y ensayo este texto seducido por la posibilidad de decir lo indecible.
III
Se habla que una obra está acabada cuando llega a un emisor y este la asimila; pero se maneja un error axiológico en esa forma de pensar. El valor intrínseco de la obra responde al objetivo primario del artista, y su valorativa está determinada por su funcionabilidad y complemento de esa realidad contextual. Por lo tanto, el artista es el factor determinante en el trazo de esa directriz, pudiendo ser él mismo el objetivo perseguido en la búsqueda de la verdad expresiva de la pieza.
Antuán Mena, en su autonomía, determina los derroteros de sus obras en pos de la experiencia creativa, situando como el pináculo de su discursiva la reafirmación de argumentos y convicciones en sí. Me dice el artista, “trabajo para mí antes que todo, por ser ese primer espectador, ese primer juez”. Su obra traspasa/supera la interpretación formal para traducir la subjetividad en el eje de esa órbita, casi obligando al espectador a mirar su obra a través de él. Noté esto cuando inundado en lagunas decidí intercambiar mis roles de receptor e interrogador al mismo tiempo. Le iba preguntando a las obras por Antuán y a Antuán por las obras. Así, poco a poco, salí a flote en ese universo lleno de reciprocidades y de intersecciones. Él rompe así con el dogma instaurado por la egolatría de muchos espectadores capaces de aniquilar el papel del artista con la retórica de las relatividades de la percepción, sin tener en cuenta que la obra es parte de ese emisor. Si el artista da el mapa del camino y la obra lo respalda, es irrespetuoso obviarlo, pues sería tergiversarlo, cayendo en bucles, en los típicos sofismas del arte. Antuán posee el misterio, pero da la palabra clara y fluida. Oírlo desde su obra es tenerlo a un lado bisbiseando poemas de disímiles extensiones y calibres, es alimento visual y poético para todo omnímodo que bien sepa devorar sus manjares en lienzo.
IV
El individuo asimila los diversos axiomas contextuales, llegando estos a ser parte de su idiosincrasia, aunque no sean de realidades afines a él. Esa sugestión del medio es visible en la obra de Mena. Encontramos un espectro temático amplísimo que va desde lo más visceral y profundo hasta lo más desenfadado. Una obra en particular, Capricho (2019), me supo conducir por la insinuación a la lascivia y lo libidinoso; Un pavo real a la salida del cine y La Zanahoria, se vuelven igual de zoquetas y provocativas. Las temáticas son múltiples, pero el ya logrado estilo tiene voz, y por mucho que juegue con la disposición y los elementos compositivos, ese estilo ya tiene nombre y apellidos para los que de una forma u otra tratan de cerca con las obras. Me figuro que ese estilo fungirá como piedra de Sísifo, siempre movible pero que una y otra vez lo arrastrará hacia el inicio, a la semilla. Esto último, para Antuán, no será un castigo, sino una identidad, una forma de burlar la impermanencia. Recuerdo ahora unos versos de Fayad Jamís, “No es huir este repentino sobresalto a veces duro / que tiñe el rostro de apagados secretos y preguntas. / Es que también hay una angustia rápida, / un pez de sueño roto que transita en su flecha / y que constantemente hacia la luz desaparece…”3 ; y por ahí lo veo andar, con la común inexpresividad en sus facciones, pero con los ojos hondos cintilando oraciones mansas que los de atrás comprenden, y caminando, hacia la angustia que transmuta en numen, caminando hacia su luz que rara vez desaparece.
V
Antuán asume una postura existencial que advierte de necesidades y de sucesiones del ser. Me recuerda mucho a Deira, tanto en el discurso como en lo visual; llega a guiñar más de una vez con picardía – quizás inconscientemente – el ojo a lo que en la Argentina de los sesenta se llamó “nueva figuración”. Desde el autodescubrimiento, no el personal, sino el antropológico, comienza su narrativa. Estructura un determinismo protozoario, rescata y contextualiza, no deja morir nada que pueda haber enriquecido su obra. Desde esa estética de expresionismo mágico desfigura el torrente que nos arrastra y nos suma. Me tomaré un atrevimiento: diría Adriana Laurenzi en su escrito Ernesto Deira y la cuestión Humana que “Picasso hizo visible en la imagen del hombre contemporáneo lo monstruoso, Bacon lo mostró en su esencia animal, carnal y Deira lo construyó como lenguaje, en su condición de significante”. Digo yo que Antuán Mena, al menos en el contexto del arte cubano contemporáneo, ha logrado retratar lo esencial, lo poco abundante, y ha< hecho retornar al lienzo un sinfín de sensibilidades perdidas.
Mena se sabe atemporal, pero a la vez parte de una obra mayor y actual. Me confiesa que “soy como todos, un individuo que es producto de las experiencias, influencias y la genética, pero siempre hay algo más, para ese algo más trabajo”. Reconoce su papel de humano y su formación conductual y psíquica – somos seres bio-psico-sociales – pero a su vez es consciente de la trascendencia del ánima espiritual, de lo secular. Esto lo deja exento de la nociva arrogancia, pero acepta sus dotes, su potencialidad como individuo, como ser social y como artista. Siempre buscando la génesis y lo orgánico. Refiriéndose a su pasión por el óleo me >dice “el óleo es una maravilla para mí, tiene todo lo que necesito para que la transmisión sea orgánica, ya que está compuesto de aceites minerales, tierra, hierba; o sea, todo un mundo vivo y muerto”; ahí me extrapola a lo real maravilloso carpenteriano y al final de El Reino de este Mundo. Las verdades son actuales y transformables en vida, “luego, después del rayo y el fuego, habrá tiempo de mentir”. Mena llega desnudo a través de su obra, pero sigiloso – la zarabanda lo aturde, el carnaval lo repele –, no habla, solo deja la obra y el alma y se va; se va allá donde sin peligro construye su discurso. Allá, donde se propuso ser la esencia que cuestiona y sufre.
1 Cinto Vitier: Memorias y Olvidos. Edición a cargo de Daniel García. Editorial Letras Cubanas, La Habana, Cuba 2006.
2 Andrés Isaac Santana: “Miguel Machado: Azul confesional”, en Hypermedia Magazine. Octubre, 2021.
3 Fayad Jamís. “No es huir”, en: Los párpados y el polvo. Colección Sur Editores, 2018.