De acuerdo con el sistema narrativo más estereotipado y reduccionista sobre la masculinidad y los modelos heteronormativos, los hombres tenemos la obligación de ser de una manera, de una única manera. Lo aguerrido, lo épico, la fuerza, la valentía, la competencia y hasta la violencia se convierten así en los rasgos de identidad más visibles de ese paradigma tremendamente reductor y tiránico. Sin embargo, y por fortuna, roto ese estereotipo se proclama la reinvención y la reescritura de la masculinidad pasando de ser una a ser muchas. Entran en el espacio de lo fáctico y lo simbólico la pertinencia (y urgencia) del plural. Ya no hablamos de una masculinidad, sino de las masculinidades; ya no hablamos de un hombre, sino de los hombres. Ya tampoco hablamos ni de hombres ni de masculinidades. Hablamos, más bien, de las posibilidades infinitas del ser y de estar, hablamos del libre acomodo de la identidad sexual y de género como ámbitos de fluidez, hablamos de la licencia ganada para ser o no ser, hablamos de subvertir toda noción de cuerpo que no responda a una actitud deliberante. Hablamos, incluso, de la indefinición y de la falta de pertenencia como una opción vital y discursiva loable. La definición, al término de cualquier recorrido antropológico, es un daño social. Su entrada en escena resulta nociva para la salud de la otredad y la reivindicación de la(s) subjetividad(es) lateral(es).
De estas cosas (y de muchas otras) trata el más reciente ensayo pictórico del artista alemán Armin Scheid, sellado bajo el hermoso título de Oleander Darlings. Su perversión barroca y su colorismo deliberado y delirante entraña, per se, la trampa de un comentario crítico acerca de la naturaleza opresiva de los modelos de masculinidad dominante. De tal suerte, a la belleza de las formas corresponde un contenido político inexcusable. La trama de superposiciones y de ilusiones ópticas está atravesada por una voz que habla de la crisis de esa masculinidad hegemónica. Las flores vienen a ser, en su propuesta, un símbolo desestabilizador de la virilidad. Las usa a su antojo, haciendo énfasis en el carácter alegórico y hedonista que estas pueden llegar a desplegar. Sus imágenes no registran, necesariamente, un grupo de hombres acompañados de flores, más bien podríamos decir que se trata de hombres flores. Estos personajes, de alguna manera, consiguen desligar la masculinidad del cuerpo del hombre y arruinar esa idea de propiedad/pertenencia que maneja el discurso represor.
Pero nada de ello importa si no reparamos en las dimensiones lúdicas de estas obras. Armin no llega aquí solo para refutar o disentir respecto de ciertas relaciones de poder; lo hace, también, para celebrar la belleza y el deseo en tanto que enorme cicatriz luminosa por la que atraviesan los cuerpos en libertad y epifanía barroca. Sus obras, tanto las pinturas como las acciones performáticas, son un canto a la vida, una especie de metamorfosis según la cual estos jóvenes efebos se transforman en paisaje. Sus hombres flores asumen el lugar del espectáculo subsumidos en una escenografía que reporta una tremenda sensación de bienestar. Casi podría hablarse de un tipo de danza sexual o de una cópula fulgurante en la que entran las señales del carnaval y sus rupturas. Las imágenes confieren voz al deseo y se verifican como una extensión de esa voluntad del artista por rescatar placer y belleza en una época desquiciada por el impulso predatorio.
La construcción de la obra, en el orden sintáctico, devela una particular relación de diferentes planos sujetos a distintos grados de opacidad y de transparencia que encuentran su unidad en el carácter sincrético y teatral de la imagen. Y no hablo de esa variante de sincretismo como mezcla o fusión, sino como proceso asistido por las interrelaciones, las conexiones y las transformaciones. En ellas se desordena lo lineal y lo estable en beneficio del engaño visual y de la ambigüedad como recursos. Muchas veces hay que fijar la mirada sobre el lienzo para advertir la silueta de esos cuerpos en declarado escarceo con el fondo. Los lienzos de Armin se convierten así en láminas celebratorias del goce erótico y de la restitución de otras formas de ser y de practicar la masculinidad. El amaneramiento y la pose queer no son sólo la manera de socializar una presencia, sino que, además, suponen la asunción de una postura crítica y hasta cierto punto política. Se localiza en su espesura textual otro atisbo liberador que tiene que ver con la supresión del tiempo del macho quebrando las asechanzas de sus mitologías y abriendo otros derrotes que conduzcan a la enunciación de un hombre flor renovado.
En todo caso, vale la observación, una obra no se articula sobre la base de una sucesión lineal de sus elementos constitutivos, sino como consecuencia de un proceso arbitrado por las tensiones y las contradicciones que se manifiestan a modo de expectación permanente. Convenimos entonces en que estas piezas no son sólo el resultado de un oficio o la consecuencia de un motivo; son, en gran medida, la sumatoria de una experiencia de vida en la que la sexualidad, el deseo y el propio arte, se entienden como espacios de placer, pero también como escenarios de acción crítica y de gestión cívica. La totalidad de sus significados y de sus lecturas desborda la imagen arquetípica de masculinidad y sustantivan la pulsión homoerótica.
La obra de Armin, desde su travestismo de cuerpos y naturaleza, desde las mixturas y yuxtaposiciones de superficies, termina por recordar que el orgullo por la cicatriz desarme a quienes recuerdan siempre la herida. Sus hombres flores, en su intimidad melancólica y en su confusión al ojo, disfrutan, hasta el éxtasis, de esa noción que entiende la debilidad como un gesto heroico.
Etiquetas: Armin Scheid Last modified: 8 septiembre, 2023