“Entre el arte objetivo y el arte subjetivo, la diferencia estriba en esto: que en el primer caso el artista «crea» realmente; hace lo que tiene intención de hacer, introduce en su obra las ideas y los sentimientos que él quiere. Y la acción de su obra sobre la gente es absolutamente precisa; ellos recibirán, cada uno según su nivel naturalmente, las mismas ideas y sentimientos que el artista ha querido transmitirles’’.
Palabras de George Gurdjieff dentro de Fragmentos de una enseñanza desconocida: en busca de lo milagroso. Piotr Ouspensky. 1949.
Está muy claro que cuando el místico Gurdjieff distingue entre arte objetivo y arte subjetivo se despiertan interrogantes. Tampoco es necesario comprender las entrañas de su teoría, inspiradora —junto a la de su discípulo principal Piotr Ouspensky— de artistas como Remedios Varo, Roberto Matta, Eva Sulzer o Esteban Francés. Lo cierto es que el arte objetivo del que habla trae a colación las expresiones sagradas al estilo de la Esfinge del Antiguo Egipto o determinadas esculturas de divinidades enmarcadas en las religiones del pasado o del presente. Los/as artistas del siglo XX, al menos con cierto espíritu transgresor, desecharon grosso modo la representación de la fe o si lo hicieron, fue negativamente. Incluso, practicaron el ateísmo.
La crítica a dichos/as artistas por parte de Gurdjieff la extendió a cualquier otra manifestación artística que no encajase con su definición poco concreta de arte objetivo; «[c]uando se trata del arte subjetivo, todo es accidental. […] Lo que significa que tal artista está en poder de ideas, pensamientos y humores que él mismo no comprende y sobre los cuales no tiene el menor control. Ellos lo gobiernan, y se expresan por sí solos bajo una u otra forma. Y cuando accidentalmente han tomado tal o cual forma, esta forma, igualmente accidental, produce tal o cual acción sobre el espectador».
Si nos adentramos en estos conceptos dándolos por válidos, es totalmente verdad que casi todo el arte es subjetivo y más todavía el contemporáneo. Aquí es el momento ideal para presentar a nuestro protagonista Enrique Rodríguez García ‘’Guzpeña’’ (Prado de la Guzpeña, 1964), el cual toma su apodo, como es posible observar de su localidad natal. Guzpeña es un pintor formado en Bellas Artes y ha estado trabajando continuamente en torno a la pintura desde la finalización de sus estudios en 1987.

Las piezas de sus últimos años pertenecen a la abstracción geométrica y el artista nos comunica que en su arte hay una evidente desconexión entre el acto creativo y el contexto. O si se quiere, se presenta la disociación de la ejecución de la obra respecto a la inherente realidad en la que está inmerso. Sin embargo, hay tres asuntos que resultan patentes cuando Guzpeña está pintando. El primero es el simple hecho de llevar a cabo una acción y lógicamente nadie ni nada pueden desvincularse de la existencia; de la realidad. Un manido cogito, ergo sum del filósofo Reneé Descartes, así ‘’pienso, luego existo’’; Guzpeña es un ser pensante, por ende, forma parte de la realidad independientemente de lo que esté pensando. De ahí obvio no puede pasar a un plano inexistente. No tiene sentido.
El segundo deriva de las ciencias formales, particularmente del mundo de los cálculos del que es asiduo, lo que se verá a continuación —a su vez, demuestra que es un absurdo creer en un arte abstracto puro, tan rígido como el desarrollado en determinados argumentos erróneos y de alta divagación—.
Finalmente, esta última cuestión enlaza con el cultivo de series pictóricas, el cual sí se apoya en las vivencias y saberes del autor. Las series focalizan lo que se trabajará en cada pieza y tienen un nivel de abstracción más bajo que los cuadros por separado.

Guzpeña defiende una reducción del arte plástico a lo más básico y se asienta en la geometría; último eslabón antes del abandono de la forma en el arte abstracto. Después, en la historia del arte y el arte actual abundan las expresiones basadas en la exploración de las cualidades matéricas de las obras, así que el dibujo pierde el sentido en su objetivo original de erigir imágenes y delimitar colores.
Un elemento pictórico de estas características evoca la estilización máxima de lo que capta la visión humana, aunque en las circunstancias de Guzpeña, recordemos que se manifiesta la ausencia de realismo —ni siquiera simplificado en círculos, cuadrados, rectángulos, etc.—. En consecuencia, lo que transmite su pintura es el vacío respecto a la significación. Definitivamente, sus figuras no son unidades de significado ni símbolos que se comprendan aisladamente o en un conjunto con mayor o menor nivel semántico. «El símbolo por tanto no es la abstracción de una realidad, sino la concretización de la misma», comenta la filósofa Teresa Aizpún Bobadilla. Mediante esta definición, es posible atestiguar que el autor gestiona el arte de la manera opuesta al símbolo; la abstracción pura lleva a la universalización —arte sin interpretaciones; se puede apreciar desde una mirada libre—. Asimismo, logra la supresión de referencias existenciales —soslayando las matemáticas con las que construye—, como ya se arguyó, exceptuando el nombre y razón de las series.
Este último tema es el más aclaratorio para entender que un/a artista de la abstracción no puede eludir la realidad, ni siquiera actuando por automatismo psíquico. En contraste, es capaz de rehusar el realismo —movimiento artístico— sin complejidad. Empero, en Guzpeña las obras de arte no tienen parangón alguno con lo real salvo agruparse en sus respectivas series. Las series se convierten en patrón unificador de los motivos pictóricos representados en las piezas. Un indudable testimonio de los puentes entre el arte figurativo en su dimensión teórica y el arte abstracto. Aunque también prueba las sutiles demandas del público en lo concerniente a la abstracción. Al inicio de una serie, Guzpeña no teoriza del mismo modo sobre lo que está preparando, mas al terminar surge el momento de exponer un razonamiento conciso acerca de su pintura. Es una situación demasiado común en el arte abstracto.

En otro orden de ideas, los motivos elegidos están condicionados por el esquema de la composición. El pintor tiende a la elaboración de bocetos, aunque de estas meditaciones pueden quedar resquicios o no en la pieza consecuente. Nunca realiza obras que sean fieles al apunte donde diseña. Aunque sea un artista subjetivo, el leonés sí que encaja en parte con la definición de Gurdjieff en lo tocante al arte objetivo, una vez el místico expresa que ‘’en el arte verdadero no hay nada accidental. Todo es matemático’’. Guzpeña mantiene el factor de la arbitrariedad gracias a la improvisación en detrimento de lo íntegramente riguroso, pero persiste la noción de los cálculos. No solo porque su arte se fundamenta en la geometría, sino debido a que realiza a escala el dibujo que ha gestado en el boceto, trasladando al lienzo las dimensiones deseadas de cada forma. Para esto, es habitual la utilización de instrumentos de medición.
Las composiciones de las piezas tienen la forma predominante del círculo. En la apología a lo simbólico, en el universo de la iconografía e iconología, se afirma que el círculo representa la perfección, el todo, la infinitud; una regeneración constante. El círculo suele asociarse también al huevo —al igual o más el óvalo y la elipse— como elemento primordial de la creación, que eclosiona la realidad, el cual se muestra en múltiples culturas a lo largo de la historia y hasta hoy día. Sin embargo, nuestra trama no es esta.
Lo que no se puede dejar atrás es que el círculo tiende a ser el eje compositivo en las piezas del leonés. Vertebra los numerosos trazos que de este se desprenden con una organización bastante razonada, jugando entonces con la experimentación a pesar de recurrir al boceto. Normalmente, en sus círculos se inscriben objetos concéntricos, secciones de colores, etc. Todo aporta dinamismo y viveza cromática, configurando una plástica llena de detalles. El color se hace con acrílico y Guzpeña apuesta por los campos cromáticos saturados o bien cargados de matices, con tonalidades ricas, recreación de texturas…, aunque con la lisura que singulariza su arte.

De las circunferencias nacen los polígonos regulares e irregulares y es primordial la curva para romper con el hieratismo de los componentes. En ocasiones, se introducen imágenes amorfas naturales del uso de las curvas. Son los más orgánicos y al confrontarse con las líneas rectas, dan lugar a una suerte de efecto bouba/kiki —si esto fuera un experimento— por confrontación entre lo blanduzco y lo filoso. La manera de disponer los elementos en los lienzos a veces es simétrica o asimétrica; hay multitud de posibilidades de modelar el espacio compositivo, pero cuando surgen las citadas formas indefinidas, parece que nuestra mente no puede evitar aplicar la tradición simbólica. Incluso, la elección del resto de figuras y de los colores nos conecta con diversas nociones.
La memoria del cretense (2014, serie El planeta de la memoria) apela a los fuegos fatuos —encarnados en una especie de gases visibles— y a la esquematización de la figuración minoica en la cerámica cretense. Por otro lado, La canícula y la abundancia (2021, serie Metáforas) recuerda a la agricultura de secano, al combinar un motivo similar a un vegetal y una sucesión de triángulos, círculos y formas curvilíneas que se interpreta como nubes de lluvia.

Sin embargo, todas estas ideas son muy personales; cada individuo tiene licencia para descifrar, hallando significados que para el artista sencillamente no hay. Nos dice que tampoco los títulos de las obras guardan relación con un intento de iconografía e iconología. De este modo, el placer de la obra de Guzpeña reside fundamentalmente en apreciar la belleza estética que produce la estructura de sus composiciones; asimismo, en elevar la imaginación, hilando memorias y encontrando significados. En resumen, enriqueciendo la experiencia de contemplar pintura abstracta.
Etiquetas: Andrea García Casal, Enrique Rodríguez García "Guzpeña", Guzpeña Last modified: 12 septiembre, 2023