(Sobre la exposición Coronas efímeras de la artista visual Maya Dagnino)
Quizás no estemos destinados a un solo yo.
Henri Michaux
I
En Perú, a una altitud de más de 3 800 metros por encima del nivel del mar, está el lago Titicaca. Es el lago más alto del mundo. Tan alto, que sus aguas de un profundo azul que palidece y centellea pudieran confundirse con el mismo cielo. Anualmente más de un millón de turistas ascienden para ver ese milagro: ¡gente que vive en islas flotantes, casi en las nubes!
En 1982, una chica parisina de 18 años fue uno de esos turistas. Se había fugado de casa y viajado desde París a Lima no porque deseara específicamente conocer el Perú, sino porque el boleto París-Lima fue, en sus palabras, “el más económico que encontró”.
La chica al fugarse de casa no pudo llevar consigo mucho dinero, apenas unas prendas de oro (regalo de su abuela paterna por sus quince años) que canjeó por francos en un joyero, justo al lado de la Catedral de Notre Dame como todo una chica Genet. Para irse. Para verle la cara al mundo con lo que le dieran por aquello. Y con lo que le dieron compró tres cosas: una mochila, una cámara de fotos y el boleto.
Dejó una carta a su madre.
Una despedida.
Dijo que se iba.
Y se fue.
En Perú no se las vio muy bien, estaba angustiada, se sentía extranjera, padeció el soroche, como llaman los andinos a ese intenso dolor de cabeza que causan las alturas extremas. Sin embargo, hizo lo que más le gustaba, lo que la hacía olvidar un dolor más profundo que el soroche: fotografías. Lo que la hacía sobreponerse a la vida: fotografías. Entre ellas, una en la que corre un niño, una mujer se cubre el rostro con las manos y un hombre camina, mientras parece hundirse en la hierba. Los tres, la mujer, el niño y el hombre, están en un sembrado de totoras, las altas hierbas que crecen en el lago Titicaca. Y detrás de ellos unas montañas dejan su espacio a las nubes, como diciendo: hasta aquí llega el mundo.
La foto, más que una foto, parece un dibujo al carboncillo, un grabado perfecto, una pieza de orfebrería. Y al volver a París, a la casa de su madre, la chica envió esa fotografía a un concurso y, por supuesto, lo ganó. Un concurso de la Ilford que puso esa fotografía en la portada de su catálogo. La fotografía que hizo una chica fugada de su casa, con solo 18 años. Una fotografía que te deja pasmado solo de verla. Porque desde ella te dicen el niño que corre, la mujer que se cubre la cara y el hombre que se hunde entre las hierbas: Estamos vivos, el mundo es grande y perfecto, todo no lo hemos visto.
No he dicho que esa chica se siguió fugando de su casa a cualquier país y siguió haciendo fotos como aquella, que son un testimonio del misterio y la belleza que supone estar vivos. Que hizo fotos de los más grandes jazzistas del mundo y de los cementerios de Europa. No he dicho que sigue viviendo en París, donde se va a los bosques a hacerse autorretratos espectaculares entre abedules y castaños y flores de kiwi. No he dicho que vivió en Nueva York y La Habana. No he dicho que fue madre de gemelas. No he dicho que ama el cine de John Cassavetes, al punto de decir que descubrirlo le hizo pensar que nunca más estaría sola, y que tuvo frente a su cama, durante 20 años, una foto en la que Georgia O’Keeffe se aprieta los senos como si se ordeñara. No he dicho que ya tiene 60 años. Que su voz es suave, casi un susurro, y que tiene en sus ojos el perenne rayo de los fugados, de los artistas que se la juegan.
No he dicho que habla así de su trabajo:
“Fotografío para sentirme viva, para engañar a la muerte. Para asombrarme, para luchar contra la asfixia. Para cortar los barrotes de mi propia prisión y acoger lo desconocido. Fotografío para jugar con el azar, para tener Fe, para sorprenderme, por el misterio… Para ver la belleza que no logro ver sin la cámara, para dejarme guiar por mi instinto. Para convertirme en lo que fotografío. Convertirse en lo que uno ve, es amar…”.
Perdón. Tampoco he dicho su nombre. Es Maya Dagnino.


II
¿Qué es una corona?
Me lo pregunto viendo las fotografías de Maya Dagnino que conforman Coronas efímeras, su más reciente exposición en ONA Galería, que contiene tres de sus series: La clase de piano, Coronas efímeras y Puzzle.
Los pensamientos son coronas, anoto.
Los distintos momentos de la vida. La juventud es una corona. La maternidad es una corona. Los dolores que atraviesan nuestras vidas, son coronas.
Todo lo que domina nuestra mente.
Y sí, en la vida, como en sus fotografías, todas las coronas son efímeras. Todas.
Los hijos crecen. Los dolores que nos hicieron retorcernos se evaporan. Se vuelven recuerdos, evanescencias. Todo es presto a desaparecer.
Viendo La clase de piano (2008), serie que entiendo como un bello monumento a la familia como espacio de emancipación, donde Maya y sus hijas cambian los roles alumnas-maestra, madre-hijas, alrededor de un piano, recuerdo la certeza de Marguerite Yourcenar: “Todo se nos va, incluso todos, y hasta nosotros mismos”.
En “Lección 4”, Dagnino, la maestra, la madre, la artista, está sobre el piso. Arqueada. Ya sin ropa. Su columna encorvada es todo lo que queda de sí, y su cabello revuelto. Ya ha enseñado tanto… Ya ha amado tanto… Sobre el piano ahora están sus hijas, una mira el horizonte y la otra mira las teclas. La imagen es tierna y devastadora, me hace pensar en cascarones vacíos. En nidos abandonados. En la maternidad como una clase donde el profesor, entre otras cosas, aprende y enseña a decir adiós en el más bello silencio. En estas cinco fotografías, tomadas en el año 2008, el piano se convierte en un símbolo del acto creativo. Un símbolo que las niñas terminan por conquistar, cuando sus cuerpos quedan
sobre él, dominándolo.
Las fotografías de La clase… son un testimonio de cómo la familia es el primer lugar donde somos, donde aprendemos a intercambiar con el otro. Y sobre cómo la familia, el hogar, debería ser un lugar de libertad, donde asumirnos sin necesidad de mentir, sin temor a no ser aceptados.
Desde su casa en París, Maya me envía un mensaje de WhatsApp sobre esta serie:
“Monté las luces y la cámara en unos trípodes y dejé a mi inconsciente guiarnos. Mis hijas se dejaron llevar, fue como un juego. En aquel entonces no había foto digital y no teníamos la menor idea de qué íbamos a ver en el negativo. Era lo hermoso de tomar fotos con film, una parte enorme de misterio y sorpresa que propiciaba dejarse llevar sin chequear todo el tiempo si está bien o mal o cómo nos vemos, etc. Para poder movernos, como el cable que iba de la cámara al disparador no era muy largo, cada una de nosotras disparó a su vez. La lectura que le doy a posteriori a La clase de piano, es la de una liberación de todo lo aprendido, de todas las reglas, de todos los roles, madre/hija/maestro/alumno…”.
No puedo dejar de comparar Las tres Gracias de Rubens con la “Lección 5”, fotografía en la que aparecen desnudas Dagnino (sobre el piano) y, de espaldas a la cámara, sus hijas adolescentes. Todo cuanto veo en esa imagen es una oda a la madre como un lugar seguro, el sitio donde todo está permitido y todo es perdonado. Es una imagen que me transmite una nostalgia por el tiempo en que era una niña y mi madre y yo jugábamos “a la playa”. Nos vestíamos con ropa de playa para estar en la casa y así recibíamos a quien llegara. O jugábamos a las casas de sábanas. Y una manta azul era el techo. Y una vieja frazada rusa, estampada en flores, la pared. Esa fotografía nos remite a los tiempos de infancia donde todo estaba permitido… Y la asumo como un monumento a la maternidad. A la libertad dentro de la maternidad.

III
Henri Michaux escribió que quizá no estábamos destinados a un solo yo. Miro los dípticos que conforman la serie Puzzle, donde está el cuerpo de Dagnino, sus manos, su piel, la espalda, sus axilas, el vientre… La serie es un mostrarse por partes, de a poco. Un declararse de una forma absolutamente personal.
En Puzzle Maya nos quiere hacer ver el cuerpo, el suyo, como un discurso. Aquí quien habla es mi cuerpo, pareciera decirnos, en este ejercicio de sinceridad sobre cuánto estamos dispuestos a contar y dejar ver de nosotros mismos. Para Dagnino el cuerpo es un catalizador de la vida, una narrativa. Es su método de exploración inagotable. Lo confirman sus referentes: Bacon, Kahlo, Duras y Woodman.
Aquí nos muestra sus partes. La serpiente que lleva a cuestas. Sus marcas de vida. Su cuerpo es su camino y su mayor testimonio. Dagnino asume su corporalidad como una máquina de declaración. Una máquina que se revoluciona, metamorfosea. Una máquina que le da la razón a Michaux. No, no estamos destinados a un solo yo.
Seremos muchos, nos confirma Dagnino con su serie Puzzle.
El cuerpo como una corona que se reconfigura.


IV
En un bosque del campo francés, donde crecen higueras y castaños, abedules encaramillados y helechos y flores silvestres, Maya Dagnino hizo su serie Coronas efímeras, de la que toma nombre esta exposición.
La serie, casi en su totalidad autorretratos, trabaja con el concepto de fusión. La fusión del cuerpo y lo vegetal. La fusión de la presencia humana en la soledad, en el misterio de un bosque. La fusión del artista y la naturaleza.
En Coronas… la artista se coronó, literalmente, con piezas-coronas confeccionadas a partir de la vegetación del espacio y que quiero asumir como Land Art. Las piezas eran coronas. Coronas de helechos y flores de kiwi, de hojas de avellanos y abedules. Algunas son tan enormes que le cubren no solo la cabeza, sino el cuerpo, como velos. Son coronas corpóreas también, que la camuflan, la fusionan con la piel del bosque, haciéndola por momentos, desaparecer…
En esta exploración de Dagnino (una serie extraña, debo decirlo, en su producción) la fotografía adquiere una categoría mí(s)tica. La mujer dríada. La mujer en un espacio de vida salvaje. Su trabajo con las formas de la naturaleza, llevar el cuerpo hasta el sitio donde surgen las formas (las hojas, las flores, los juncos y los bulbos), llevarlo hasta ahí y fusionarlo, volverlo eso, un elemento más del contexto.
Nos quitamos tantas coronas en el camino. Las coronas de flores y las de espinas. Las coronas de oro y las coronas de papel. Las coronas de fiestas que nos ponían en los cumpleaños, y las coronas que mandamos a forjar a nuestra medida y gusto y la vida se encargó de derretir sobre nuestras propias cabezas. La vida pudiera entenderse como una reposición constante de coronas… Me decía Maya, en una de nuestras entrevistas, que todas las coronas que hicieron para esta serie eran efímeras, se iban a marchitar.
Y pensar que en un rincón de un bosque francés se marchita una corona de flores me hace sonreír, imagino cómo las hojas y las flores se enfurruñan, pierden su brillo y su color, las formas originales, se mezclan con la tierra, se deshacen. Pienso en esas coronas descomponiéndose. Tragadas por la vegetación.


V
Todas las coronas son efímeras. Todos los reinos son imaginarios. Viendo estas tres series de Maya. Su fusión con el bosque, su imbricación con la naturaleza, la creación a partir de las formas de la naturaleza (Coronas efímeras), su manifiesto como madre y lo que encierra maternar, enseñar, aprender de los propios hijos, dar todo, hasta que solo queda la piel (La clase de piano) y la que es su serie más personal incluida en la exposición (Puzzle) en la que Dagnino discursa desde la fragmentación de su cuerpo, el cuerpo roto como un espejo que se cae, recuerdo el soneto de Percy B. Shelley, Ozymandias. Es el soneto sobre un viajero que encuentra en el desierto un rostro de rey (la faz rota), y un pedestal que reza: “My name is Ozymandias, king of kings: Look on my works, ye mighty, and despair!”. A su alrededor solo hay arena. Desierto. Lo recuerdo porque el tiempo nos quita todas las coronas. Estar vivos es un proceso continuo de coronación y pérdidas. Y Maya Dagnino, como Elizabeth Bishop, sabe que en perder hay una gracia infinita. Perder. Dominar el arte de perder. Soltar. Fugarse.
La imagino en su habitación de París, con solo 18 años, planeando su fuga después de ver una película de Cassavetes. Está escribiendo una carta de despedida. La imagino y es casi una niña. Y aun así vuelve con su trofeo de caza. Una fotografía. Una imagen que le arrebató al mundo. Su pluma de grifo. Una imagen… Quizá lo único que puede contrarrestar con lo efímero del hecho de existir. La veo escribiendo que se va. Me voy. La veo despidiéndose. Au revoir. La veo decirle a la vendedora de boletos, ya con la cámara colgando en su cuello: Deme el boleto más barato. Me voy a cualquier parte. La veo en el lago Titicaca, a 3.800 metros de altura, apretando el botón de su cámara, enfocando a un hombre, a un niño, y a una mujer. Enfocando su destino. Y allá arriba, su corona, son las nubes.
Etiquetas: Maya Dagnino Last modified: 12 marzo, 2025